
No cabe duda -en esto estamos todos de acuerdo- que para tutelar el bien común, la autoridad pública legítima tiene el derecho y el deber de conminar penas proporcionadas a la gravedad de los hechos cometidos y justamente enjuiciados. El Estado tiene la doble tarea de reprimir los comportamientos lesivos de los derechos del hombre y de las reglas fundamentales de la convivencia civil, y remediar, mediante el sistema de las penas, el desorden causado por la acción delictiva bajo el parámetro de la proporcionalidad.
En el Estado de Derecho, este poder de infligir penas queda justamente confiado a los jueces y tribuales, que integran el poder judicial y que deben ejercer sus funciones de manera independiente de todo tipo de presión (mediática, del poder político, de lo “políticamente correcto” de los “recomendadores”…) con sometimiento a la ley y aplicando criterios de justicia y equidad. Una cuestión que no se ha de obviar es que la pena no sirve únicamente para defender el orden público y garantizar la seguridad de las personas, sino que ha de ser un instrumento de corrección del culpable. Así, la finalidad a la que ha de tender la pena es doble: por una parte, favorecer la reinserción de las personas condenadas; por otra parte, promover una justicia reconciliadora, capaz de restaurar las relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto delictivo.
Hace unos días han ingresado en prisión unos jóvenes, muchos de ellos padres de familia (de familia numerosa y, en un caso, el padre y la madre) porque en septiembre de 2013, cuando se celebraba “la Diada” con exponencial afán secesionista y de ofensa a España -lo de ahora no es “nuevo” de Puigdemont- suspendieron durante unos minutos la celebración del acto en la librería Blanquerna de Madrid al grito de “No nos engañan, Cataluña es España”, sin ninguna frase insultante ni ofensiva de ningún tipo, y produciendo un leve moratón por empujón a uno de los promotores del acto. La Audiencia de Madrid juzgó los hechos en su presencia y con todas las garantías e impuso la penas justas. Pero el TS -sí, la Sala Segunda del Tribunal Supremo- sin audiencia (vista) previa cuadruplicó las condenas, imponiendo penas entre 3 y 4 años lo que impide su suspensión condicional y obliga a su ingreso en prisión. No fui abogado defensor de ninguno de ellos; tampoco aplaudo lo que hicieron como para que no tuvieran una reprimenda (la que les dio la Audiencia) pero la sentencia del Supremo, lo digo convencido y con todo respeto, no responde en absoluto a las finalidades de la pena antes indicadas: es, sin entrar en cuestiones procedimentales, altamente desproporcionada e injusta, lo que duele especialmente por la impunidad de los gravísimos sucesos de Cataluña.
Texto: Santiago Milans del Bosch